sábado, 16 de enero de 2010

9:45

Ayer por la tarde llegó un camión de mudanzas y aparcó frente a mi casa. Estuvo más de media hora con el motor rugiendo y sus cristales se empañaron.
En la superficie geométrica y metálica del furgón se podían leer unos grandes rótulos rojos: “El Sol Mudanzas, Instrumentos y obras de arte”. Lo cierto es que no me sonaba de nada. La luz difuminada y titilante de un cigarrillo se desplazaba en la cabina como una luciérnaga borracha.
No era yo el único que observaba el camión. Sin embargo, a diferencia de mis vecinos, yo me encontraba fumando y escuchando música, sentado en la baranda del porche. Las ventanas del vecindario sugerían gasas y dedos meciéndose sin fuerza, pero intrigados, con una mezcla de morbo y falso pudor.
Nylon se acercó al camión y estuvo olfateando sus ruedas con curiosidad.
No encontró lo que buscaba y volvió al jardín con el hocico barriendo la hierba.
El tercer cigarro se consumía en mis dedos cuando el motor cesó en su esfuerzo y se acalló en un redoble de martillos desafinados.
Alguien tosió en el interior de la cabina, provocando un ligero temblor sobre sus muelles. Decidí que no lograría descifrar ningún código oculto entre sus cables y pastillas de freno, así que silbé al chucho y entramos en casa.
Mientras me cepillaba los dientes, no podía dejar de pensar qué maravillosas obras de arte o pianos de cola podrían estar embalados dentro de aquel amplio furgón.
Instrumentos que debían de pertenecer a alguien afamado o con dinero. Pero, ¿quién se mudaría a una urbanización tan modesta pudiendo comprar una gran casa con sala de música y bibliotecas de ébano? Claro que también podía ser una mudanza convencional y sólo albergase muebles y lámparas pasados de moda. Incluso podía ser una tapadera y en su furgón se encerrase un centro de comunicaciones espía.
La espuma al punto de nieve empujaba en mis comisuras, impaciente por salir. El torbellino de agua y dentífrico emitió un ronquido acerado en el sumidero. Me gustaban las toallas ásperas que se volvían suaves al secarte en ellas. Me empujaba a los veranos en el pueblo, a las pozas y su olor a pino, a las meriendas a la sombra. Recordaba las onzas de chocolate que se derretían en mis dedos cuando era pequeño. Para mi era un fenómeno mágico, comparable al travestismo de los granos de maíz en la sartén o los cuerpos lustrosos escondidos bajo las fajas.
Pero no, esto era diferente. Había en su forma de estar un ligero matiz un tanto áspero. Era un gran regalo envuelto en un furgón y escondido en el desinterés de una “mudanza”. Desde luego estaba dispuesto a resolver aquel misterio, pues aunque para cualquiera era un simple camión de mudanzas, una intuición irracional como todas me empujaba a pensar en magia y superstición, en dinero y contrabando.

viernes, 15 de enero de 2010

10:45

Hace rato que lucho entre las sábanas por mantener los ojos cerrados pero es imposible desde el momento en que la luz lo invade todo.
Son las 10:45. Ayer pedí el día libre “por razones personales”.
Cuando me incorporo en la cama, Nylon salta sobre mí y olfatea ansioso.
Acaricio su lomo y sus enormes orejas. Mueve la cola, contento, y apoya su cabeza en mi vientre.
Está nublado y en la calle no se ve un alma. Es posible que todos mis vecinos hayan madrugado para ir a trabajar, a estudiar o a cualquier otra parte. El hecho es que no están ahí fuera. Estiro despacio frente a la ventana sin ningún reparo y bajo a darle de comer.
Enciendo el reproductor de música mientras Nylon bebe agua con avidez. Benjamin Costello inunda el comedor y llega hasta la cocina. Unto una tostada. Que sean dos. Preparo el café, en una taza pequeña, solo, dos hielos, sugar free.
En un día laborable hubiera tomado un café americano corriendo, porque desayunar tranquilo es un lujo que no todos podemos disfrutar. Por eso hoy me sabe más rico que de costumbre.
Cuando termino de recoger la cocina, subo a cambiarme y cojo la correa de Nylon. Un poco de ejercicio no viene mal.
Es una mañana no muy fría de primavera y una leve brisa acaricia las copas de los árboles más altos. Aquí, a nivel del suelo, siento el aire cuando mis pies se elevan del suelo. Balanceo acompasadamente los brazos en un acto inútil de dar un efecto de velocidad, supongo.
Nylon corre a mi lado con la lengua fuera ladrando de vez en cuando. Sí, también él lo echaba de menos. Su pelo largo ondea al viento como una bandera pero su figura es más esbelta que un simple trozo de tela. Quizás su mirada refleje más que cualquier otro símbolo sobre un asta de metal. Es un sentimiento natural y sencillo, sin complicaciones, sin colores ni elementos predeterminados.
Es pura y sencilla complicidad. Se le ve cómodo corriendo a mi lado y de vez en cuando me lo hace saber: gira la cabeza y me observa, compartiendo esa mirada cargada de significado.
Supongo que en este momento es realmente feliz.
Y, entonces, sale el sol, ¿qué importa lo demás?



12:45

Al cruzar el largo y estrecho portalón del Parque del Indiano la densidad del mundo cambia. Las flores ya han empezado a abrirse y surgen entre las matas de rosales y helechos pequeñas cascadas de un riachuelo que a cada poco inundan el aire de una fresca bruma. Los altos y frondosos castaños cubre el sendero de sombras y la pálida luz que los atraviesa crea haces donde los mosquitos se transparentan. Busco un banco para sentarnos y descansar. Antes de llegar al parque habíamos pasado por el estanco y la panadería. Sentado en el banco sujeto entre mis manos un apetecible pan de Viena recién horneado. Nylon lo mira con ojos hambrientos

Entre las sombras de los árboles se mueven, acordes, filas de hormigas que dentro de unas horas se alimentarán de las migas que estoy dejando.
Y, ¿quién se alimenta de nosotros?, ¿quién se alimenta de ti, a tantos metros bajo tierra? Dime, ¿sientes ahora el efecto de la gravedad sobre tu suite de luto?, ¿sientes la gravedad de la cadena alimenticia sobre tus pupilas, bajo tus costillas? Contigo la gravedad no reparaba en aquellos insectos sindicalistas, se limitaba al peso de tu cuerpo sobre el mío, a mis dedos bajo tu ropa, a mi aliento sobre tu nuca. Y ahora, sentado en un banco comiendo pan y observando hormigas del tamaño de mi cerebro, ¿qué es lo que me queda compadeciéndome a cada segundo?
Tú formas parte de mi vida, quizás me hayas trastocado y solo pueda pensar en aquellas oportunidades desgastadas, en tu bondad maltratada, en tu silueta, ahora un tanto corrompida por la maldita cadena alimenticia.
Soy un cobarde.


13:10

Me alejo del parque en silencio dejando migas de pan a mi paso, intentando construir un futuro no muy lejano pero, seguro, enfermo de canas.
Mis pisadas se vuelven constantes, rítmicas poco a poco, y elevo, cíclicas las piernas, eterno el aire. Dejo atrás el estanco, dejo atrás la panadería, dejo atrás el parque, el barrio y sigo corriendo por el bosque, como un autómata en un cuerpo de venas de cobre y sangre oxidada.
El aire del bosque es más húmedo y frío, silencioso y distante a su vez. Me irrita la garganta y seca mi boca. Podría parar, descansar y luego reanudar la marcha, pero el cuerpo no me responde, es un incendio de ideas, un colapso de objetivos y, como al reiniciar un ordenador, necesito descargarme y volver a recuperarme de a pocos.
Los rayos de sol mueren entre las ramas más altas para nacer verdes sobre sus hojas, y sin embargo éstas no arden ni calientan. Entonces, ¿por qué siento los rayos de luz sobre mi piel como abrasadoras lanzas?
Veo el fin del bosque entre el mar de helechos como un acantilado de rocas.
La luz se cuela entre los troncos y el aire se vuelve más humano.
Pegado al bosque que circunda el pueblo aparece el extremo de mi urbanización.
Lo he rodeado por completo para entrar por detrás como un gato sigiloso en busca de leche.
Decido caminar el trecho que me queda hasta casa, sin prisa. Todo lo que tenía que decir ya lo he dicho, todo lo que me he callado lo he sudado, lo he revelado en mis pupilas, lo he consumido en mis labios. Y sin embargo, no me siento tan vacío, tan hueco por dentro como un roble centenario. Supongo que es mejor así, pues siempre habrá algo con que llenarlo.
Llueve.

Forcejeo con la llave en la cerradura y giro dos, tres veces. Nylon araña la puerta, que se abre silenciosa. Sobre el parquet aparecen las cartas que el cartero había introducido por debajo de la puerta. Recibos, publicidad y una carta de la Editorial Ariadna. Vaya, ¿quién me ha llenado por dentro que no me caben las sonrisas?

jueves, 14 de enero de 2010

23:13

Nylon duerme en la entrada ajeno a lo que le rodea. La tele proyecta fantasmas sobre sus espectadores y eleva sombras palpitantes entre los muebles.

La silencié desde que los anuncios empezaron a darme claustrofobia.

Sostengo tu libro entre mis manos, no sé cuantas veces lo habré hecho, cien de cientos, qué más da, no dejaré de sentirte cerca cada vez que lea una palabra tuya y te imagine frente a la ventana tan radiante, tan en calma, feliz.


Al poco de que te fueras creí que podía alejarme de todo esto, irme allí donde realmente quisiera estar. Abrir de una vez los ojos, echarme a caminar con paso firme sin rumbo aparente, descubrir qué hay más allá de mi sombra, quizás más allá de la tuya. Pero fui incapaz desde el momento en que tu sombra dejó de entrelazarse con la mía. Fue como una brisa en el vacío y tan sólo me sentí indiferente. Porque cuando vi que la luz se apagó en tus ojos no pude volver a sentir nada.

Ahora, después de tanto tiempo, al observar la herida abierta sólo puedo sonreír al recordar tus últimas palabras: “ni se te ocurra llevar a Nylon a una perrera.”

Y ahí sigue tumbado noche tras noche junto a la puerta, pegado al radiador, no sé si esperando a que llegues o porque está buscando calor.

Si él pudiera creo que también leería tu novela, como lo haría tu madre, Ignacio, mi hermana y muchos amigos más.

Pero no la publicaste. Tampoco me dijiste que la habías escrito, así que comprenderás mi conmoción cuando sostuve con dedos temblorosos aquel manuscrito encuadernado, firmado por ti y fechado el día en que nos conocimos. Las hojas estaban amarillentas y las anillas del cuaderno habían desgastado sus agujeros.

La tarde que encontré tu novela estiró sus horas hasta el alba para dejarme leer sin reparos. Y desde ese momento, cada semana volvía a sumergirme en su lectura.

Sin embargo, hoy sólo sostengo tu libro. No voy a abrirlo por un tiempo. Lo haré cuando ya no sea sólo un ejemplar ni sus tapas tengan tacto de plástico ni sus hojas se mantengan unidas por anillas. Pero antes de eso necesito encontrar una editorial, un agente que se interese por él, y de momento ésta es mi única motivación.

Dejo el libro en la mesa y me voy a la cama. Mañana será otro día, un día para reflexionar y tomar decisiones.

Apago el despertador y retiro las sábanas. Se parece a un libro abierto en el que también has habitado, pero sí compartiste estas páginas conmigo y me recuerda de pasada que no siempre fui sincero. Entonces, apago la luz.

Qué mejor que soñar contigo.

miércoles, 13 de enero de 2010

9:15

Trabajar en el museo tiene sus ventajas, siempre y cuando saques partido a tu imaginación y busques maneras creativas de pasar el rato, cuando no dedicarte a observar los lienzos que ocupan las múltiples salas.

Pero desde luego no hay nada tan entretenido como ver el ir y venir de una heterogeneidad humana avasalladora.
Turistas a menos cuarto, excursión escolar en punto, inserso a las, ¡Oh, no!, nos avisan de que la tercera edad ha ocupado todo el perímetro.

Y entonces es inevitable, la paz que tanto ansío cuando me resguardo en el museo acaba por esconderse tras los cuadros.

El fluir de la gente en las amplias galerías convertía el paso del tiempo en algo subjetivo y enrarecía el ambiente. Los grupos discurrían poco a poco y concentraban sus miradas, así no sus mentes, en los cuadros y esculturas que les aguardaban impacientes en el interior, mostrando parte de una historia que contribuían en gran medida a crear.

Como una estatua más los veía recorrer los amplios salones y pasar a mi lado sin tan siquiera dirigirme una mirada, una inclinación de cabeza o una pregunta oportuna.

“Perdone, ¿la sala de los impresionistas?” hubiera bastado, o incluso “Por favor, ¿Podría decirme donde está el baño?”

Sin embargo para los visitantes formo parte del museo, como una columna de mármol o el reloj de la entrada. Hubiera sido como hablarle a la pared.


Hablar de mi vida en la ciudad sería hablar de una más de todas las vidas que se sumergen en las palabras insignificante, tedio, manada, bullicio, suerte o costumbre.

Arrastrado por el bullicio de la manada, boqueo en un mar de azufre sintiéndome afortunado de poder seguir una costumbre que no me lleve a pensar en ningún momento que podría abandonar la colmena y sobrevivir por mis propios medios.

Al fin y al cabo desde el que gobierna en la cima hasta el que sustenta la base temen ser excluidos de la pirámide, pues sería caer en las garras de la Indiferencia.

Lo inhumano de la ciudad a veces me confunde tanto que debo alejarme, observar como un desconocido y aceptar el hecho de que, realmente, no soy más que un trabajador del museo, como la guarda jurado o el limpia cristales.

A eso se le llama indiferencia, no al hecho de no conocerme sino al hecho de no querer hacerlo. Sería indagar en las entrañas del museo. Y nadie quiere sobrepasar las fronteras casi tangibles del imperio clasista de un tedio decadente.

20:15

Vuelvo a la sierra con el cuerpo hastiado y la mirada perdida sobre el mar de luces sanguinolentas que discurren por la autopista.

Ahora la radio sí me escucha, ahora soy yo el que canta, el que grita y el que fuma.
Sobrevivir a la ciudad y llegar a casa de una pieza es arduo cuando el mero hecho fuerza a nadar contracorriente. Lo siento, pero aun no he desarrollado escamas en el alma y nadar me moja cada día un poco más. Así me voy humedeciendo, desbordándose el llanto por mis ojos. Inmerso en el mar de asfalto, imagino el bíblico Nilo infestado. Lo cierto es que no hay mucha diferencia.

¿Acaso importa?

El tedio, la manada, el bullicio, la suerte y la costumbre me llevan sano y salvo a casa. Y es que ellos son los que dependen de mí y no van a dejarme caer.

lunes, 11 de enero de 2010

Trece Nudos

TRECE NUDOS


Yo nací en la aldea Río Claro. Deambulé por sus calles y sus campos, jugué en sus frescos patios y disfruté del verano bajo la sombra de una gran higuera.

Pero según fui creciendo, la aldea fue encogiéndose en mi recuerdo, y es que la abandoné muy pronto. Cuando rememoraba mi infancia, sus tejados chocaban sin querer contra mi sístole.

Hoy día se conserva igual que antaño.

Allí el asfalto no es asfalto sino heno y los edificios son tan sólo grandes y vetustos caserones indianos. Huele quizás a polvo y mimbre, a infancia y verano.

Lo sé porque he vuelto.

Ahora que escribo sentado en el porche la luz del día difumina mis esquinas y me apacigua. Era hora de volver. Y no me arrepiento.

Pero esta historia empieza lejos, en una ciudad de esas que pueblan el ancho mundo. Allí el asfalto es asfalto y los edificios no son otra cosa que grises y fríos edificios. Sus rascacielos se hunden en oscuras nubes y el verano se condensa en sus terrazas. Los gatos yacen acostados en los parques. Los vagabundos yacen fríos en los parques. Los árboles se yerguen sucios en las calles. La vida sigue.




El principio de un principio


8:30 a.m.


Cierro la puerta con fuerza y el coche se bambolea. Al arrancar, los faros iluminan las cajas apiladas del garaje y unos ojos fríos me observan entre sus sombras.

Me incorporo a la autopista, sin prisa, sabiendo que estará atascada a las 8:30.

Si llegara sobre las 8:25, incluso a las 8:29, los coches fluirían como la sangre lo hace en las venas.
Pero da igual, porque siempre he llegado, llego y llegaré más tarde de las ocho y media. No es costumbre, sino vicio, absoluto e ilógico vicio: Cinco minutos más en la cama, una ducha lenta, un café americano.

En el corazón del atasco apago la radio y observo a la gente que conduce a mi alrededor. Una mujer de cabello rubio piscina se limpia las gafas con un pañuelo a mi izquierda. A mi derecha un hombre de unos 50, de cabeza encerada y porte pulcro, conduce un gran todo terreno mientras bosteza una y otra vez, aún entre las sábanas.

Tres coches por delante, una mujer se atusa el pelo de volumen imposible y se pinta los labios de un rojo poderoso que destaca mucho más que el coche. Hablar con la mujer sería mantener una conversación con su lápiz de labios.

El conductor de un monovolumen baja la ventanilla y se enciende un Marlboro mientras traquetea con los dedos sobre el volante.
Y así una larga lista sin contar con el que canta a voces algún tema de la radio, ni con el que se hurga en la nariz ni tampoco con el que habla por teléfono, poseído.

Y yo, sin música ni tabaco ni rojo escarlata me miro en el retrovisor y gesticulo caras raras intentando, en vano, disimular las ojeras que tan amablemente convierten mi cara en la de un tejón.