viernes, 15 de enero de 2010

10:45

Hace rato que lucho entre las sábanas por mantener los ojos cerrados pero es imposible desde el momento en que la luz lo invade todo.
Son las 10:45. Ayer pedí el día libre “por razones personales”.
Cuando me incorporo en la cama, Nylon salta sobre mí y olfatea ansioso.
Acaricio su lomo y sus enormes orejas. Mueve la cola, contento, y apoya su cabeza en mi vientre.
Está nublado y en la calle no se ve un alma. Es posible que todos mis vecinos hayan madrugado para ir a trabajar, a estudiar o a cualquier otra parte. El hecho es que no están ahí fuera. Estiro despacio frente a la ventana sin ningún reparo y bajo a darle de comer.
Enciendo el reproductor de música mientras Nylon bebe agua con avidez. Benjamin Costello inunda el comedor y llega hasta la cocina. Unto una tostada. Que sean dos. Preparo el café, en una taza pequeña, solo, dos hielos, sugar free.
En un día laborable hubiera tomado un café americano corriendo, porque desayunar tranquilo es un lujo que no todos podemos disfrutar. Por eso hoy me sabe más rico que de costumbre.
Cuando termino de recoger la cocina, subo a cambiarme y cojo la correa de Nylon. Un poco de ejercicio no viene mal.
Es una mañana no muy fría de primavera y una leve brisa acaricia las copas de los árboles más altos. Aquí, a nivel del suelo, siento el aire cuando mis pies se elevan del suelo. Balanceo acompasadamente los brazos en un acto inútil de dar un efecto de velocidad, supongo.
Nylon corre a mi lado con la lengua fuera ladrando de vez en cuando. Sí, también él lo echaba de menos. Su pelo largo ondea al viento como una bandera pero su figura es más esbelta que un simple trozo de tela. Quizás su mirada refleje más que cualquier otro símbolo sobre un asta de metal. Es un sentimiento natural y sencillo, sin complicaciones, sin colores ni elementos predeterminados.
Es pura y sencilla complicidad. Se le ve cómodo corriendo a mi lado y de vez en cuando me lo hace saber: gira la cabeza y me observa, compartiendo esa mirada cargada de significado.
Supongo que en este momento es realmente feliz.
Y, entonces, sale el sol, ¿qué importa lo demás?



12:45

Al cruzar el largo y estrecho portalón del Parque del Indiano la densidad del mundo cambia. Las flores ya han empezado a abrirse y surgen entre las matas de rosales y helechos pequeñas cascadas de un riachuelo que a cada poco inundan el aire de una fresca bruma. Los altos y frondosos castaños cubre el sendero de sombras y la pálida luz que los atraviesa crea haces donde los mosquitos se transparentan. Busco un banco para sentarnos y descansar. Antes de llegar al parque habíamos pasado por el estanco y la panadería. Sentado en el banco sujeto entre mis manos un apetecible pan de Viena recién horneado. Nylon lo mira con ojos hambrientos

Entre las sombras de los árboles se mueven, acordes, filas de hormigas que dentro de unas horas se alimentarán de las migas que estoy dejando.
Y, ¿quién se alimenta de nosotros?, ¿quién se alimenta de ti, a tantos metros bajo tierra? Dime, ¿sientes ahora el efecto de la gravedad sobre tu suite de luto?, ¿sientes la gravedad de la cadena alimenticia sobre tus pupilas, bajo tus costillas? Contigo la gravedad no reparaba en aquellos insectos sindicalistas, se limitaba al peso de tu cuerpo sobre el mío, a mis dedos bajo tu ropa, a mi aliento sobre tu nuca. Y ahora, sentado en un banco comiendo pan y observando hormigas del tamaño de mi cerebro, ¿qué es lo que me queda compadeciéndome a cada segundo?
Tú formas parte de mi vida, quizás me hayas trastocado y solo pueda pensar en aquellas oportunidades desgastadas, en tu bondad maltratada, en tu silueta, ahora un tanto corrompida por la maldita cadena alimenticia.
Soy un cobarde.


13:10

Me alejo del parque en silencio dejando migas de pan a mi paso, intentando construir un futuro no muy lejano pero, seguro, enfermo de canas.
Mis pisadas se vuelven constantes, rítmicas poco a poco, y elevo, cíclicas las piernas, eterno el aire. Dejo atrás el estanco, dejo atrás la panadería, dejo atrás el parque, el barrio y sigo corriendo por el bosque, como un autómata en un cuerpo de venas de cobre y sangre oxidada.
El aire del bosque es más húmedo y frío, silencioso y distante a su vez. Me irrita la garganta y seca mi boca. Podría parar, descansar y luego reanudar la marcha, pero el cuerpo no me responde, es un incendio de ideas, un colapso de objetivos y, como al reiniciar un ordenador, necesito descargarme y volver a recuperarme de a pocos.
Los rayos de sol mueren entre las ramas más altas para nacer verdes sobre sus hojas, y sin embargo éstas no arden ni calientan. Entonces, ¿por qué siento los rayos de luz sobre mi piel como abrasadoras lanzas?
Veo el fin del bosque entre el mar de helechos como un acantilado de rocas.
La luz se cuela entre los troncos y el aire se vuelve más humano.
Pegado al bosque que circunda el pueblo aparece el extremo de mi urbanización.
Lo he rodeado por completo para entrar por detrás como un gato sigiloso en busca de leche.
Decido caminar el trecho que me queda hasta casa, sin prisa. Todo lo que tenía que decir ya lo he dicho, todo lo que me he callado lo he sudado, lo he revelado en mis pupilas, lo he consumido en mis labios. Y sin embargo, no me siento tan vacío, tan hueco por dentro como un roble centenario. Supongo que es mejor así, pues siempre habrá algo con que llenarlo.
Llueve.

Forcejeo con la llave en la cerradura y giro dos, tres veces. Nylon araña la puerta, que se abre silenciosa. Sobre el parquet aparecen las cartas que el cartero había introducido por debajo de la puerta. Recibos, publicidad y una carta de la Editorial Ariadna. Vaya, ¿quién me ha llenado por dentro que no me caben las sonrisas?

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