sábado, 30 de enero de 2010

11:22


Había pasado una semana desde que llamé a la Editorial y un día después llegaron mis nuevos vecinos. Aparcaron frente a su casa un gran todoterreno negro, de formas elegantes, diría incluso presuntuosas, de cristales oscuros y llantas impolutas. Se bajaron con ademanes estudiados y repetidos hasta la saciedad. Mantenían una conversación intensa, interrumpida de a pocos por sonoras carcajadas y gestos exagerados. El conductor llevaba un jersey gris y unos vaqueros desgastados y había guardado las llaves del coche en el bolsillo trasero del pantalón. El copiloto era un poco más bajo, pero sus espaldas doblaban las de su compañero y sus brazos lucían fuertes bajo una sudadera arremangada. Subieron al porche y observaron toda la calle, en silencio, antes de entrar en su nueva casa, sin olvidarse de la caja que había en el felpudo. El más bajito torció el gesto e introdujo el juguete por completo en la caja, intentando remendar el agujero del cartón.
No volví a verlos hasta una semana después, de manera fugaz, cuando bajé al pueblo con Nylon.


Era martes y mes y medio antes había avisado de mi despido. Desde luego no era el trabajo de mi vida, pero me gustaba lo suficiente como para haber estado casi 6 años allí, la mitad de ellos fijo. Pero mis expectativas eran otras. Cuando me llamaron de la universidad de Wisconsin y aseguraron estar interesados en mi colaboración no lo dudé. Trabajar en ésto podía abrirme muchas puertas, y las oportunidades que se me planteaban eran inmensamente apetecibles. Tuve que desempolvar todas aquellas cajas apiladas en el garaje que contenían mis trabajos de investigación. Tiré la mitad de ellas, pues contenían únicamente borradores y bibliografía ya desfasada. Recopilé y ordené aquellas que me serían realmente útiles. Pero el verdadero trabajo no había hecho más que empezar.

Deslicé los dedos por el teclado, buscando las palabras que darían inicio a mi proyecto. Cambié el formato de página e introduje mi clave wi-fi para poder trabajar desde el jardín con mi portátil. Busqué el tabaco por la cocina y preparé un té bien cargado. Paseé por el jardín y jugué con el chucho un rato. Fregué la cocina. Le di una mano a los lavabos y estuve hablando por teléfono con Nacho durante media hora.
No sabía si me aterraba el hecho de empezar a escribir o el ser incapaz de hacerlo. Tenía la mente en blanco. Cuando terminé la cajetilla, decidí ir a comprar más. Enseñar la correa a Nylon lo ponía eufórico y su hocico se dilataba vertiginosamente. Me encantaba su sencilla comprensión de las cosas. Comer, dormir, correr, jugar, hacer pis y copular. Eso era la verdadera vida.

Cuando regresamos, el sol en su zenit cubría todo con su lluvia de sangre.
Entramos por el jardín. La puerta trasera de la cocina se negaba a abrirse y la llave se quebró en la cerradura. No podía creerlo. Me senté en las escaleras, cansado de luchar contra un día que se negaba a morir. Solté a Nylon de la correa y salió corriendo por el jardín. Esperé a que las estrellas crearan el horizonte.
Cuando fumaba, Nylon no solía acercarse, le molestaba el humo como a un gato el agua. Pero me extraño no verlo por el jardín ni escuchar su jadeo ni sus patas en la arena que siempre removía. Le llamé varias veces, sin respuesta. Asustado, con la sensación de tener un nudo enorme en el estómago, rodeé la casa, esperando encontrarle. Tampoco estaba en la entrada. Corrí por la calle y crucé la avenida, oteando cada uno de sus múltiples y conectados brazos. Desesperado, me senté en el asfalto, y hundí la cabeza entre mis piernas, presionando mis ojos contra las rodillas, intentando, en vano, no derramar una sola lágrima. El sonido de un claxon ahuyentó mi rabia de golpe, devolviéndome a la realidad, de la que nunca debía haber salido. Nylon sabía cómo volver a casa, y posiblemente estaría sentado sobre el felpudo, esperándome, pero no podía evitarlo. Hoy había sido un cúmulo de estúpidas circunstancias y al final exploté. Regresé despacio, silbando su nombre sin cesar.

Cuando llegué a nuestra calle, una maraña de pelos se abalanzó sobre mí, ladrando y lamiéndome la cara. Lo abracé y jugué con él. Una voz carraspeó detrás de mí y soltó una risita ahogada.
Me levanté de pronto, tan digno como pude, sujetando las patas delanteras de mi chucho. Mi nuevo vecino, alto y moreno, alargó el brazo, en señal de saludo.

- Buenas noches, ¿Qué tal? Soy Pierre – ¿Francés? - tu nuevo vecino, Nylon se coló en nuestro jardín mientras cenábamos, se llama así ¿No? O eso pone en la chapa
–Así con fuerza su mano. Tenía los dedos largos y delgados.- Debió de oler la barbacoa.

- Encantado, soy Victor, el dueño de este chucho travieso, ¿A qué eres un mal bicho tú? ¿Eh?- Sujeté sus orejas y peiné su lomo con los dedos- Siento si os ha causado algún problema, es muy juguetón, vamos, no dudo que oliera la carne, los animales tienen un olfato increíble para estas cosas.- Rió de buena gana- Ya ves como se ha abalanzado sobre mí.

- Para nada, lo cierto es que imaginamos que sería tuyo, James se acordaba de haberte visto con él paseando por el pueblo.- ¿Inglés? Se mecía con las manos en los bolsillos de la sudadera- Estaba llamando a tu casa, pero no contestabas. En fin, cuando te ha oído, ha salido corriendo.

- Sí, había salido a buscarle, ya me volvía pensando que tendría que regalar su cama y sus juguetes -Pensé rápido que más decir, era una conversación amena, pero un tanto forzada, pues no podía dejar de pensar en aquellas cajas- Oye, estaba pensando que, para agradeceros el favor, podríais pasaros un día de éstos por casa y os invito a un café o un té- Había sido demasiado lanzado, ¿lo había sido? Empecé a sudar, nervioso-

- Hombre, no tienes que agradecernos nada, ha sido un placer compartir la cena con Nylon, pero un café si te lo acepto- Sonreí aliviado.- Es bueno conocer a gente por aquí, más si son tus vecinos y sobre todo si eres nuevo como nosotros. -Soltó una carcajada.- Bueno, me voy a casa que estará James recogiéndolo todo y necesitará ayuda. Lo dicho, un placer, un día de esta semana nos pasamos por allí, ¿de acuerdo?

- Sin problema, estaré en casa toda la semana, simplemente llamar a la puerta- Se alejaba ya cuando levantó el brazo y se despidió con prisa.

Volví a casa, sonriendo como un tonto, mientras Nylon daba vueltas a mí alrededor. Esta vez logré entrar por la puerta principal, sin romper la llave. Mañana debía llamar al cerrajero a primera hora. Después de todo y gracias al perro, el día no había estado tan mal.
La luz de la cocina de los vecinos se apagó para esperar la nueva mañana.

martes, 26 de enero de 2010

14:28

La luz se filtraba por las alargadas ventanas anexas a la puerta, lamiendo con sus rayos todo lo que encontraba a su paso, mostrando con vergüenza la capa de polvo que se acumulaba sobre los muebles.
El sobre estaba sobre la consola del recibidor. Era abultado e inquietante. Era un extraño en mi casa, aunque bienvenido. Llevaba día y medio esperándome como lo había dejado. No sé por qué pretendía que se moviese. No lo iba a hacer por más que yo lo desease. Tampoco iba a cambiar de forma si lo mojase a la luz de la luna. Pero no era capaz de abrirlo, quemaba mi piel, como una piedra recién sacada de las ascuas. Y sin embargo no encontraría mejor remitente que mis manos. Esperaba que se volviese ceniza. Eso, comprendí, solo sucedería cuando me viera capaz de abrirlo, desentrañar su enigma, violar sus fauces y extraer el maldito huevo de oro.
El teléfono atronó en la sala de estar, sacándome violentamente de mi letargo.
No descolgué, pero esperé a escuchar el mensaje en el contestador automático.
Llevaba meses esperando esa llamada. .-. .Ahora sostenía sobre mis hombros dos oportunidades para avanzar y no tenía intención alguna de abandonar a la primera de cambio, por mucho que fuese a costarme.
La consola estaba a solo cuatro pasos, la alcancé de una zancada.
Como esperaba, un agente de la Editorial se había interesado por tu libro y en la carta expresaba educadamente su deseo de recibirme en su despacho. Contarme de primera mano lo mucho que le había gustado y explicarme a su vez todas las condiciones del contrato, aseguraba, cumpliría siempre y cuando yo estuviera de acuerdo. No podía evitar sentirme halagado, pero tenía la sensación de que sus palabras eran mera cortesía.
Descolgué el teléfono y señalé inquisitivamente varios números, esperando escuchar la voz que aliviaría de forma evidente la carga de mi otro hombro.
Antes de oír la señal de llamada, colgué el auricular y salí corriendo. Nylon me observó extrañado y movió su rabo inquieto.
Las puertas del furgón estaban abriéndose por fin.
Era mediodía y la bilis lamía eufórica las paredes de mi estómago. El temblor que me sacudió no pudo expresar como lo hicieron mis pupilas dilatadas la satisfacción que recorría mi cuerpo.
Aquello era todo un espectáculo y yo estaba sentado en primera fila.


No siempre me habían gustado las mudanzas, en realidad no me gustaban, pero el hecho de mudarse implicaba, por lo general, un cambio importante en la vida de las personas, sin importar hacia que lado se inclinase la balanza. Romper con la rutina me hipnotizaba.
Cuando era pequeño, me mudé por primera vez a la ciudad. Dejé en la aldea mi familia, mis amigos, mi infancia. Recuerdo el tractor que olvidé en la gasolinera de algún kilómetro comarcal. La lluvia golpeando los cristales y el quejumbroso y constante ronquido del motor. Recuerdo el silencio de mi padre y mi corbata húmeda. La noche en vela, acurrucado sobre el colchón sin somier en una habitación oscura y vacía. Fue un cambio brusco para mí, pero sobre todo fue triste.
Cuando escapé de casa, comprendí el efecto positivo que tenían las mudanzas, sobre todo porque era yo el que se iba, era yo el que cambiaba.

Los peones de mudanza iban y venían sin descanso. Aquel camión era un pozo sin fondo y cuando me disponía a aplaudir, otro camión surgió por la esquina de la manzana. El primero contenía cajas en su mayoría pequeñas, incluso diminutas. El segundo solo contenía cuatro, embaladas perfectamente y encajadas con cuidado dentro de unas estructuras de madera.
Eran sin lugar a dudas el premio que había estado esperando. Hizo falta la ayuda de varios peones para transportarlas al interior de la casa. Cuando terminaron la mudanza, se fueron como habían venido y aquí no había pasado nada. Sin embargo, en ningún momento aparecieron los dueños de la casa.
Mi marca de heroína no había hecho más que aumentar porque el enigma estaba complicándose, surgiendo en mí nuevas preguntas sin respuesta. Lo único que podía hacer era controlar el mono y esperar la llegada de los desconocidos.

Sin embargo, lo especial de esta mudanza era que me había devuelto el niño que llevaba dentro. Algún peón con corazón había dejado sobre el porche una caja rota, de la que sobresalía como el tallo débil en una semilla, el brazo rojo y mecanizado de un pequeño tractor de juguete.