martes, 26 de enero de 2010

14:28

La luz se filtraba por las alargadas ventanas anexas a la puerta, lamiendo con sus rayos todo lo que encontraba a su paso, mostrando con vergüenza la capa de polvo que se acumulaba sobre los muebles.
El sobre estaba sobre la consola del recibidor. Era abultado e inquietante. Era un extraño en mi casa, aunque bienvenido. Llevaba día y medio esperándome como lo había dejado. No sé por qué pretendía que se moviese. No lo iba a hacer por más que yo lo desease. Tampoco iba a cambiar de forma si lo mojase a la luz de la luna. Pero no era capaz de abrirlo, quemaba mi piel, como una piedra recién sacada de las ascuas. Y sin embargo no encontraría mejor remitente que mis manos. Esperaba que se volviese ceniza. Eso, comprendí, solo sucedería cuando me viera capaz de abrirlo, desentrañar su enigma, violar sus fauces y extraer el maldito huevo de oro.
El teléfono atronó en la sala de estar, sacándome violentamente de mi letargo.
No descolgué, pero esperé a escuchar el mensaje en el contestador automático.
Llevaba meses esperando esa llamada. .-. .Ahora sostenía sobre mis hombros dos oportunidades para avanzar y no tenía intención alguna de abandonar a la primera de cambio, por mucho que fuese a costarme.
La consola estaba a solo cuatro pasos, la alcancé de una zancada.
Como esperaba, un agente de la Editorial se había interesado por tu libro y en la carta expresaba educadamente su deseo de recibirme en su despacho. Contarme de primera mano lo mucho que le había gustado y explicarme a su vez todas las condiciones del contrato, aseguraba, cumpliría siempre y cuando yo estuviera de acuerdo. No podía evitar sentirme halagado, pero tenía la sensación de que sus palabras eran mera cortesía.
Descolgué el teléfono y señalé inquisitivamente varios números, esperando escuchar la voz que aliviaría de forma evidente la carga de mi otro hombro.
Antes de oír la señal de llamada, colgué el auricular y salí corriendo. Nylon me observó extrañado y movió su rabo inquieto.
Las puertas del furgón estaban abriéndose por fin.
Era mediodía y la bilis lamía eufórica las paredes de mi estómago. El temblor que me sacudió no pudo expresar como lo hicieron mis pupilas dilatadas la satisfacción que recorría mi cuerpo.
Aquello era todo un espectáculo y yo estaba sentado en primera fila.


No siempre me habían gustado las mudanzas, en realidad no me gustaban, pero el hecho de mudarse implicaba, por lo general, un cambio importante en la vida de las personas, sin importar hacia que lado se inclinase la balanza. Romper con la rutina me hipnotizaba.
Cuando era pequeño, me mudé por primera vez a la ciudad. Dejé en la aldea mi familia, mis amigos, mi infancia. Recuerdo el tractor que olvidé en la gasolinera de algún kilómetro comarcal. La lluvia golpeando los cristales y el quejumbroso y constante ronquido del motor. Recuerdo el silencio de mi padre y mi corbata húmeda. La noche en vela, acurrucado sobre el colchón sin somier en una habitación oscura y vacía. Fue un cambio brusco para mí, pero sobre todo fue triste.
Cuando escapé de casa, comprendí el efecto positivo que tenían las mudanzas, sobre todo porque era yo el que se iba, era yo el que cambiaba.

Los peones de mudanza iban y venían sin descanso. Aquel camión era un pozo sin fondo y cuando me disponía a aplaudir, otro camión surgió por la esquina de la manzana. El primero contenía cajas en su mayoría pequeñas, incluso diminutas. El segundo solo contenía cuatro, embaladas perfectamente y encajadas con cuidado dentro de unas estructuras de madera.
Eran sin lugar a dudas el premio que había estado esperando. Hizo falta la ayuda de varios peones para transportarlas al interior de la casa. Cuando terminaron la mudanza, se fueron como habían venido y aquí no había pasado nada. Sin embargo, en ningún momento aparecieron los dueños de la casa.
Mi marca de heroína no había hecho más que aumentar porque el enigma estaba complicándose, surgiendo en mí nuevas preguntas sin respuesta. Lo único que podía hacer era controlar el mono y esperar la llegada de los desconocidos.

Sin embargo, lo especial de esta mudanza era que me había devuelto el niño que llevaba dentro. Algún peón con corazón había dejado sobre el porche una caja rota, de la que sobresalía como el tallo débil en una semilla, el brazo rojo y mecanizado de un pequeño tractor de juguete.

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