sábado, 23 de enero de 2010

Martes de Paz

Era Enero y nevaba. La nieve se acumulaba sobre el alféizar como el polvo sobre el alto reloj de ébano. Cada vez que anunciaba las horas, su gran péndulo dorado se balanceaba como la campanilla de un lobo asustado en lo profundo de sus fauces. Las pelusas vibraban sobre el reloj a las doce de manera frenética.
Cuando los Nazis se empezaron a deprimir de asesinar a bocajarro inventaron las cámaras de gas, para no sofocarse.
La muerte habitaba en las ropas rancias y ametralladas y en los ataúdes apilados en las morgues. Una invasión de carteros acudía a los hogares para entregar noticias de muertos y no tan muertos, como una marabunta de carpas uniformadas atrayendo el mal presagio.
Cuando mi hijo volvió de la guerra, vació de paz, yo había tenido dos más. Se levantaba a pasear de madrugada, de noche lloraba en silencio, mojando unas sábanas limpias que ya no reconocía.
Mis hijos pequeños, asustados, preguntaban por qué un adulto se hacía pis en la cama.
- Porque puede- Respondía, luego les pegaba.
Una noche yo también mojé la cama. La guerra nos había desgastado los años.
Entonces, deseé que mi hijo hubiera muerto en la guerra. Yo no quería un fantasma entre mis sábanas. Un día no volvió.
Su larga ausencia no hacía más que confirmar su muerte. Desde que regresó de la trinchera, yo no había sido capaz de entrar en su cuarto, ahora tampoco lo haría. No quería descubrir una verdad tan cruel y cruda como la soledad de un padre.
Lo imaginaba acobardado bajo un puente, como en su trinchera de asfalto y mugre, a salvo del mundo y de sí mismo. Lo buscaba en los campos y senderos que circundaban el pueblo. Pero no apareció. Nos vestimos de luto y velamos su fotografía sobre el piano toda una noche. Al alba volvimos a la costumbre de vivir sin él, como si nunca hubiera vuelto de la guerra.

Llovió durante la primavera, sin tregua, inundando los valles profundos, mojándolo todo, lavando la sangre de las aceras y la grasa humana que rezumaba de las fosas.
En verano la guerra acabó. Ganamos, pero ¿A qué precio?
El mundo no comprendía que la guerra solo era una gran montaña de cuerpos tibios y engranajes violados, ahogados en la sinrazón de una destrucción irreparable y un dolor constante y aletargado.
Sin embargo esta guerra acabó como todas.
La gente colgó banderas en los balcones y aulló eufórica en las calles, inundándolas con los coloridos trajes de domingo.
Era martes, martes de Paz y mi hijo no regresó, ¿Qué había de paz en ello?
Le esperaba una familia herida, rota y magullada por el dolor. Unas sábanas limpias y secas, una rutina de silencios únicamente alterados por las campanas que anunciaban misas, comuniones y bautizos.
Era martes de Paz y mi hijo no regresó.
Después de todos estos años me acurruqué en su cama y lloré por primera vez, rasgando el alba con sollozos ahogados, desvelado por un dolor ciego que no entendía de sábanas mojadas ni de guerra ni de ausencia ni de muerte.
Lloré porque en lo más profundo de mi ser comprendí como solo un padre puede que mi hijo estaba vivo, pero su corazón no volvería a palpar lo humano de una sonrisa ni el calor de un abrazo. Porqué lo humano de mi hijo había muerto en aquella trinchera y nunca más volvería.