miércoles, 13 de enero de 2010

9:15

Trabajar en el museo tiene sus ventajas, siempre y cuando saques partido a tu imaginación y busques maneras creativas de pasar el rato, cuando no dedicarte a observar los lienzos que ocupan las múltiples salas.

Pero desde luego no hay nada tan entretenido como ver el ir y venir de una heterogeneidad humana avasalladora.
Turistas a menos cuarto, excursión escolar en punto, inserso a las, ¡Oh, no!, nos avisan de que la tercera edad ha ocupado todo el perímetro.

Y entonces es inevitable, la paz que tanto ansío cuando me resguardo en el museo acaba por esconderse tras los cuadros.

El fluir de la gente en las amplias galerías convertía el paso del tiempo en algo subjetivo y enrarecía el ambiente. Los grupos discurrían poco a poco y concentraban sus miradas, así no sus mentes, en los cuadros y esculturas que les aguardaban impacientes en el interior, mostrando parte de una historia que contribuían en gran medida a crear.

Como una estatua más los veía recorrer los amplios salones y pasar a mi lado sin tan siquiera dirigirme una mirada, una inclinación de cabeza o una pregunta oportuna.

“Perdone, ¿la sala de los impresionistas?” hubiera bastado, o incluso “Por favor, ¿Podría decirme donde está el baño?”

Sin embargo para los visitantes formo parte del museo, como una columna de mármol o el reloj de la entrada. Hubiera sido como hablarle a la pared.


Hablar de mi vida en la ciudad sería hablar de una más de todas las vidas que se sumergen en las palabras insignificante, tedio, manada, bullicio, suerte o costumbre.

Arrastrado por el bullicio de la manada, boqueo en un mar de azufre sintiéndome afortunado de poder seguir una costumbre que no me lleve a pensar en ningún momento que podría abandonar la colmena y sobrevivir por mis propios medios.

Al fin y al cabo desde el que gobierna en la cima hasta el que sustenta la base temen ser excluidos de la pirámide, pues sería caer en las garras de la Indiferencia.

Lo inhumano de la ciudad a veces me confunde tanto que debo alejarme, observar como un desconocido y aceptar el hecho de que, realmente, no soy más que un trabajador del museo, como la guarda jurado o el limpia cristales.

A eso se le llama indiferencia, no al hecho de no conocerme sino al hecho de no querer hacerlo. Sería indagar en las entrañas del museo. Y nadie quiere sobrepasar las fronteras casi tangibles del imperio clasista de un tedio decadente.

20:15

Vuelvo a la sierra con el cuerpo hastiado y la mirada perdida sobre el mar de luces sanguinolentas que discurren por la autopista.

Ahora la radio sí me escucha, ahora soy yo el que canta, el que grita y el que fuma.
Sobrevivir a la ciudad y llegar a casa de una pieza es arduo cuando el mero hecho fuerza a nadar contracorriente. Lo siento, pero aun no he desarrollado escamas en el alma y nadar me moja cada día un poco más. Así me voy humedeciendo, desbordándose el llanto por mis ojos. Inmerso en el mar de asfalto, imagino el bíblico Nilo infestado. Lo cierto es que no hay mucha diferencia.

¿Acaso importa?

El tedio, la manada, el bullicio, la suerte y la costumbre me llevan sano y salvo a casa. Y es que ellos son los que dependen de mí y no van a dejarme caer.

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