viernes, 10 de julio de 2009

8:30 a.m.


Cierro la puerta con fuerza y el coche se bambolea. Al arrancar, los faros iluminan las cajas apiladas del garaje y unos ojos fríos me observan entre sus sombras.

Salgo a la autopista, sin prisa, sabiendo que volverá a estar atascada a las 8:30.

Si llegara sobre las 8:25, incluso a las 8:29, los coches fluirían como lo hace la sangre en las venas.
Pero daría igual, porque siempre he llegado, llego y llegaré más tarde de las ocho y media. No es costumbre, sino vicio, absoluto e ilógico vicio: Una ducha lenta, una corbata enredada, un café americano.

En el corazón del atasco apago la radio y me dedico a observar a la gente que conduce a mi alrededor. Una mujer de cabello rubio piscina se limpia las gafas con un pañuelo a mi izquierda. A mi derecha un hombre de unos 50, de cabeza encerada y porte pulcro, conduce un gran todo terreno mientras bosteza una y otra vez, aún entre las sábanas.

Tres coches por delante, una mujer se atusa el pelo de volumen imposible y se pinta los labios de un rojo poderoso que destaca mucho más que el coche. Hablar con la mujer sería mantener una conversación con su lápiz de labios.

El conductor de un monovolumen baja la ventanilla y se enciende un Marlboro mientras traquetea con los dedos sobre el volante.
Y así una larga lista sin contar con el que canta a voces algún tema de la radio, ni con el que se hurga en la nariz ni tampoco con el que habla por teléfono, poseído.

Y yo, sin embargo, sin música ni noticias ni tabaco ni rojo escarlata me miro en el espejo de mi coche y gesticulo caras raras intentando, en vano, disimular las ojeras que tan amablemente convierten mi cara en la de un tejón.

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